miércoles, 26 de marzo de 2014

El último día

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Las calles volvían a estar mojadas y habíamos tenido que volver a ponernos las botas de goma y los chubasqueros. Me fastidiaba especialmente porque el día anterior había estado limpiando, en vano,  los cristales de las ventanas. A través de ellos, observaba el panorama urbano desde la cocina, con una tostada untada con mantequilla y mermelada de uvas en una mano y una taza de café negro y cargado en la otra.

Estaba tan ensimismada entre mis propios pensamientos que no escuché el sonido de la puerta y cuando, de repente, oí tu voz a mis espaldas, me sobresalté sobremanera. Siempre pasaba lo mismo. Si te tocaba el turno de noche, el insomnio venía a hacerme compañía, a provocar mi inconformismo desvelado. Por fortuna, mi imaginación nunca paraba y, a veces, mis ocurrencias sobrepasaban los límites del bien y del mal y acababa haciendo planes políticamente incorrectos.

Como de costumbre, cual voyeur de libro, vigilaba cada uno de tus pasos, cada gesto. Te metiste en la habitación y tu ropa fue cayendo lentamente, de una forma que me hizo recordar mi etapa de bailarina en aquel bar con luces rojas y barra americana. Fue antes de que nos conociéramos, una época en la que yo era yo y podía serlo. Mucho más libre y menos frágil, aún no sufría en mi piel los efectos de tus puñaladas traperas.

No tardaste más de diez minutos en salir del cuarto de baño. Te había preparado un té de tilo. Estaba bien calentito, casi como el infierno, justo tal y como a ti te gustaba. Te lo terminaste rápidamente, me dedicaste uno de tus habituales piropos malsonantes y te metiste en la cama. Por una vez, no habías bebido y no estabas para lo que tú llamabas fiestas.

Al poco, roncabas y, mientras dormías, apreté la almohada contra tu cara con todas mis fuerzas. Te despertaste debajo de mí, querías salir, pero yo no te dejaba. Estuvimos forcejeando durante un largo rato. Tú, tratando de darme patadas; yo, esquivando tus intentos. Te faltaba el aire y la sustancia con la que había aderezado tu infusión comenzaba a hacer efecto. Ibas perdiendo fuelle y yo sonreía, a sabiendas de que iba a ganar esta batalla.

Ya no te movías. Encendí un cigarro y me quedé unos minutos analizando el espectáculo. Había hecho la llamada y sabía que pronto vendrían a por mí, así que me centraba en disfrutar de esos momentos previos a la celda y los barrotes, a los años sin ver salir el sol ni sufrir los días de lluvia, pero, al fin, liberada.  




miércoles, 12 de marzo de 2014

El resplandor


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Esta noche no hay estrellas en el cielo. Hace frío y tú estás ahí, sólo, inmóvil. No puedes hacer nada. No te atreves a escapar. A ráfagas, el mar se escapa de tus ojos e intentas evitar emitir cualquier sonido, cualquier señal de vida que les indique dónde estás.

No sabes dónde estás. Te has perdido. Es lo mismo de siempre, cada vez que te llevan de excursión al bosque pierdes el hilo. El vuelo de un gavilán, la madriguera de un topo, las extrañas huellas de un ser no identificado. Aquella luz...

Una luz que nace de la nada, que se mueve, que te llama. La persigues y te atrapa. Te adentras más y más. Llegas al puente de madera. Lo cruzas. El cielo se torna rojo y tú, hechizado por ese brillo enigmático, no consigues regresar a tiempo.

Y el tiempo pasa y ahora estás ahí, con tu espalda apoyada en el tronco de un viejo castaño y estás cansado y tienes miedo. A tu alrededor todo es oscuridad y, sin embargo, con los ojos abiertos como platos, miras hacia arriba de repente y ahí está de nuevo el resplandor.

El resplandor te señala. Y tú ya no estás.

Nunca regresarás, de eso están seguros, ha pasado mucho tiempo, pero la esperanza, en estos casos, siempre le gana la batalla a la certeza y, mientras sigan vivos y con fuerzas, siempre te buscarán.

Te buscarán y encontrarán arena y piedras, ésas sobre las que te sentaste. Hallarán tu inconfundible cazadora vaquera y tu querida mochila verde caqui de explorador. Nunca sabrán la verdad.

Nunca sabrán a quién pertenecen esas pisadas ni la autoría de las marcas circulares a los pies del árbol que te acobijó. La verdad es que te desvaneciste y nunca sabrán por qué.




jueves, 6 de marzo de 2014

Cuando la luna brilla


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Las negras ramas de los árboles, entre sí enmarañadas, se reflejaban en las aguas cristalinas de aquel lago salado formando un círculo de trenzas enredadas unas con otras, confundiéndose en una oscuridad sólo rota por los destellos pululantes de una luna intermitente que se asomaba tímidamente entre las nubes tormentosas.

Sus ojos verdes se clavaban en el filo de mi boca, temerosos, aguardando un auxilio inesperado que jamás arribaría. Brillaban en mi piel sus pupilas dilatadas. Sus cabellos de oro, encrespados por la humedad o por el pánico que pudieran producirle, presumiblemente,  las puntas de mis colmillos. Sus erizados vellos de hombre acobardado. Sus manos en alto, tratando de paliar la fuerza de mi asalto. Su antaño viril mandíbula cuadriforme dibujaba ahora un círculo. Con los pies paralizados, aguantaba la respiración y ahogaba un grito en el fondo de su garganta. No pudo reaccionar.

Las cadenas se habían roto y era libre. Mi piel no era ya humana cuando le divisé. Una manta de pelo me cubría siempre en luna llena. Mis manos eran garras; mis piernas, las patas traseras de un monstruo. Mis orejas, puntiagudas; mi boca, una trampa mortal; mis ojos, el infierno. La metamorfosis era cada vez más rápida, menos dolorosa y, después, se desataba aquella gula insoportable que me obligaba a ir de caza.

Mi olfato era infalible. Siempre encontraba presas adecuadas. La magia era la clave. El don y el talismán. La estirpe y la condición de ser varones y primogénitos.

Rematé el banquete satisfecha, ensimismándome en cada bocado, atrapando cada segundo en mi memoria, disfrutando su sabor a dios menor. Y las nubes iban inundando mis pies a cuentagotas, a medida que se deslizaban en lo alto y  despedían al satélite nocturno para dar  paso al astro rey que, con su centelleo anaranjado, alumbraría lo que habían sido sombras.




miércoles, 5 de marzo de 2014

Redención

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El sudor caía a borbotones por mi frente. Frené bruscamente y, con las rodillas flexionadas, saqué una botella de agua de la pequeña mochila rosa fucsia que llevaba siempre conmigo. Mientras bebía, mi cuerpo se estiraba. Me limpié la frente con una toalla tamaño mini y proseguí. No hay nada mejor que levantarse a las 6.30 de la mañana de un sábado para correr campo a través por aquel enigmático bosque.

Eran las 7.50 cuando abrí la puerta y me encerré en el baño de ese pequeño bungaló incrustado en medio de aquel paraje natural.

Era minúsculo, pero tenía lo imprescindible. Una cocina que siempre olía a tarta de manzana y chocolate recién hecho; una acogedora sala de estar con su chimenea, su estantería llena de libros, un par de butacas desgastadas y, por supuesto, aquella radio vieja e inservible que, de vez en cuando, emitía algún sonido extraño, como si quisiese despertar de su largo letargo. Una habitación. Esa habitación. La cómoda, de cajones que crujían, como quejándose de algo. El armario, que se abría siempre de noche. La enorme cama, de altas patas y siniestro cabecero, en el cual se divisaban, en bajo relieve, criaturas de otros mundos: gnomos, duendes, hadas y elfos de siniestra mirada, que parecían cobrar vida y, con alevosía, me hacían caer siempre en un profundo sueño cada vez que cantaban y reían.

El baño estaba adosado al cuarto. Ese día, hundida en la bañera llena de espuma, me dediqué a observar, a través del ventanuco, la orgullosa luna, que me saludaba, al otro lado. Sonreía. De repente, el suelo crujió, la manilla se movió y la puerta se abrió ligeramente. Estaba acostumbrada, pero no pude evitar exaltarme.

A esas alturas, había conseguido ocultarme, aislarme del mundo. No más interrogatorios maliciosos, ni miradas furtivas que esbozaran ese extraño almizcle de odio y pena. No más fotógrafos a las puertas de mi apartamento, ni periodistas empujándome bruscamente a los pies de los caballos.

Me levanté y el agua caía con furia por mi piel. Me sequé levemente, me puse el albornoz y me calcé las zapatillas. Cuando entré en la cocina, todas las puertas del mobiliario se abrieron de golpe. No le di mucha importancia y continué con el ritual de cada día. Estaba exhausta, necesitaba recuperar fuerzas con un buen desayuno.

La cafetera, a punto de humear. Los huevos friéndose en una sartén diferente a la de las salchichas y el beicon. La mayonesa, esperándome en la nevera, y un trozo de pan del día anterior que aguardaba ansiosamente el segundo asalto.

Podía oír sus risas, aquellas carcajadas envolventes que se hacían dueñas de todo. Notaba sus diminutas manos enredándose en mis piernas. Sentía que su mirada me culpaba. Sabía que jamás me dejaría y que nunca, por mucho que tratara de fingir ser feliz, podría deshacerme de sus huellas, de sus sombras.

La mochila rosa fucsia, abierta, en el suelo y, a su lado, brillante, la puntiaguda piedra.  Manchas rojizas en su filo, recuerdos de un día marcado por la locura transitoria.

Había pasado por allí aquella mañana, justo donde se hallaba aquel árbol taciturno que tenía tallado su nombre y que cuyas raíces ahora la acogían. Sus gritos, mis delirios. Las voces que me arrastraban al infierno. Mis miedos, la denuncia. Una desconsolada madre que busca sin cesar a su hija. Nadie sabe nada. No hay cuerpo ni crimen. No hay pruebas, tampoco coartada, sólo preguntas sobre la mesa. Aves carroñeras en busca de su presa. La huida. El bosque. El bungaló de papá. Su índice acusador, firme, apuntándome sin piedad.

Aderecé el café con el río desbordante que salía de mis ojos y dejé el desayuno sin probar sobre la mesa. Acurrucada en el suelo, me mecía sin cesar.


  A Sonia y Tego.