miércoles, 26 de febrero de 2014

Le coeur de la femme

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El perfume a carne asada procedente de la cocina acentuaba su apetito. De estómago insaciable, se adentraba entre los muros de su pequeña bodega para escoger el perfecto maridaje, mientras la cena daba sus últimos coletazos dentro del horno.

Era una noche de celebración. El doctor Esteban Garrido cumplía veinticinco años al frente del Departamento de Neurología del Hospital y eso no pasaba todos los días. Había invitado a Rebeca, su enfermera favorita, pero ella le había sonreído y, como siempre, con la mirada nerviosa, había declinado educadamente la proposición. Así que, una noche más, estaba solo en casa.

Ya no recordaba la última vez que alguien había pisado su guarida. Quizás aquella profesora que le había estado ayudando con su proyecto para el fomento de la utilización de las nuevas tecnologías como solución en casos de alzhéimer. La doctora Ángela Peláez, Geli para los amigos, cuyos ojos habían descubierto su secreto. Una pena. Se notaba a leguas que era una buena mujer, pero él no podía permitir que nadie lo supiera. La mente humana todavía no había evolucionado lo suficiente para comprenderlo, se decía. Afortunadamente, Geli había resultado de lo más aprovechable.

Cuando el doctor salía a cazar, las sombras le ocultaban. Usaba un viejo coche que nadie sabía ni diría que era suyo, montaba la mercancía en los asientos de atrás y se dirigía hacia aquel lugar recóndito, entre árboles y maleza, que le había costado tiempo y esfuerzo cimentar. Una pequeña cabaña en medio del bosque, el acogedor refugio de un montero meticuloso, que guardaba ordenadamente algunos de sus tesoros bañados en formol.

Lo normal era elegir a yonquis y chicas de la calle. Por suerte para él, nadie preguntaba por esa clase de gente. Geli había sido una excepción y le había costado tener a la policía detrás durante un tiempo. Finalmente, decidió que tenía que colaborar con ellos como asesor en los casos que requirieran su ayuda profesional. Este voluntariado terminaría con las sospechas y, de hecho, acabaría encumbrándole como un todo un maestro de la Neurología Forense. Y, realmente, lo era.

El Bancales Moral de barrica 2011 sería perfecto para acompañar la carne. Solía bautizar sus platos con nombres conmemorativos, sobre todo, en noches especiales. Descorchó la botella, llenó su copa y comenzó a deleitarse en los sabores que inundaban su boca. “Le coeur de la femme”, una delicatesen. Si es que, como ya sabemos, Geli había resultado de lo más aprovechable.







lunes, 24 de febrero de 2014

Flores muertas

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Se balanceaba en su mecedora al compás de las gotas que caían lentamente del grifo del fregadero. Lo demás era silencio y bocanadas de humo, que salían en forma de O a través de su boca. La pipa en una mano y, en la otra, un ejemplar de “El amor en los tiempos del cólera”. Lo había leído tantas veces que podía notar un suave aroma a almendras amargas acariciando su nariz.

No había nadie más en casa. Detrás de él, colgando de la pared, dos antiguallas: el enorme reloj  que había heredado de su abuelo y aquel espejo de cristales desgastados por el tiempo que había adquirido hacía unos días en la Feria Anual de Antigüedades. A ambos lados, dos raídas butacas tapizadas. Al frente, una mesa de centro de madera rojiza y el avivado fuego de la chimenea.

Tras él, surgió de la nada la figura de una mujer. Su reflejo en el espejo era un misterio. Sus ojos, de un marrón oscuro, se tornaban negros, completamente negros. Su melena, algo desgreñada, aparecía recogida de forma uniforme y, en lugar de rubia, era blanca, totalmente blanca. Con la boca abierta, se miraba, ensimismada. Iba y venía, hasta que ya sólo era una imagen tras el cristal. Su pálido rostro había perdido su bella armonía y sus labios teja parecían querer decir algo. Su expresión de horror recordaba “El Grito” de Munch y se mantuvo inerte durante un tiempo, mientras las manos arrugadas del anciano iban pasando las hojas del libro.

Al cabo de un rato, sus facciones comenzaron a moverse. Caminaba hacia atrás, como tratando de tomar impulso, mostrándonos su invisible cuerpo a medida que retrocedía. Primero, sus manos, que golpeaban con fuerza la parte interior del vidrio, de la misma forma que un preso se aferra a los barrotes de su celda a modo de protesta, abanderando sin pudor una inocencia, falsa o verdadera. Después, sus hombros. Uno, tapado; el otro, al descubierto. La tela de su vestido no daba para más. La figura se iba dibujando con sutileza hasta que surgieron, entre la neblina, sus pies desnudos.

Entonces, comenzó a moverse a trompicones. Intentaba avanzar, pero las sacudidas la obligaban a ir despacio, más de lo que quisiera, a juzgar por su lenguaje gestual. Pasó un tiempo hasta que descubrió que todo sería más sencillo si consiguiera ponerse de rodillas, pues las convulsiones no eran tan fuertes  en la parte de abajo. Así, se fue agachando hasta tocar el falso suelo con sus manos. Arrastrándose, logró alcanzar el marco del espejo.

Su cabeza luchaba incansablemente por salir. Su frente se inclinó y golpeó con fuerza la línea invisible que separaba lo real de aquella dimensión. Una vez tenía la cabeza y los brazos fuera, sacar el resto del cuerpo no fue tan difícil. El reloj marcaba las once y cincuenta y nueve y la mujer había recuperado su belleza.

Estaba de pie, detrás de él, inmóvil. Admiraba su manera de engancharse a la lectura. Una vez que empezaba, no podía parar. Al final, le había cogido cariño.

De repente, el libro se cerró y el hombre se levantó. Miró el reloj y decidió que debía acostarse, pero no podía faltar su chupito de aguardiente antes de dormir. Siempre decía que era eso lo que le mantenía aún con vida. Fue a la cocina, llenó su vaso y lo tomó. Como de costumbre, antes de dirigirse a su cuarto, se aseguró de que todas las luces estuvieran debidamente apagadas y las puertas exteriores bien cerradas. Hecho esto, subió las escaleras y se dirigió a su habitación.

Su foto estaba allí, sobre la cómoda. Siempre tan bella, con su clara melena mal peinada y sus profundos ojos oscuros. Jamás podría olvidarla. Tras él, había una puerta entreabierta. Se coló por la ranura. La diminuta estancia era un pequeño anexo, incrustado en un rincón, que había construido con sus propias manos, hacía muchos años. Había un montón de trastos colocados de cualquier manera, pero lo que destacaba era un enorme frigorífico. Allí estaba ella. Su escarchado pelo elegantemente recogido y sus ojos, eternamente brillantes,  siempre abiertos, casi totalmente negros. En su cuello, las marcas de la cuerda con la que la había asfixiado.

Mientras la miraba, seguía preguntándose por qué. ¿Por qué no podía evitarlo?

Las demás chicas, todas rubias y de mirada penetrante, yacían bajo las flores del jardín.






 

jueves, 20 de febrero de 2014

Crímenes perfectos

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Afuera, llovía a cántaros y la noche era más fría que de costumbre. Acababa de llegar a tu casa, empapada, y mientras me envolvías en el calor de una toalla, tu mirada escondía su brillo habitual. 

La tetera anunciaba que había cumplido su función. Llenaste las dos tazas y ambos nos posamos en aquel viejo sofá de escay de color cielo, siempre tan incómodo. 

Deconstruíamos el mundo y tú afirmabas que nuestros cuerpos ya no podrían volar. Los otros nos habían cortado las alas. Los otros ocupaban cada rincón. 

Delirabas que había seres de universos lejanos que absorbían mentes humanas, que convertían lo absurdo en importante y relegaban lo metafísico a niveles infrahumanos. Divagábamos sobre la caída de lo trascendental a valores cotidianos. 

Tripulábamos un barco a la deriva y yo me dejaba llevar por el ritmo de las mareas. Pero tú acostumbrabas a nadar a contracorriente. Tenías tendencia a naufragar contra las masas. Quizá los demás no adivinaran qué se escondía tras aquella faz, pero eras transparente para mí. 

Tus palabras golpeaban mi mente y ésta viajaba a lugares inhóspitos. Tu locura opacaba mi lucidez y ambas bailaban al son de tus dilatadas pupilas clavadas en un punto muerto. Tu cara oculta se mostraba ante mí y permitía que me arrastraras con tus impulsos.

De repente, miles de millones de ojos nos estaban observando desde diferentes perspectivas. Nos analizaban, nos ofrecían todo lo que ansiábamos y nos susurraban dulcemente aquello que deseábamos escuchar. No estaba muy segura de si aquello era bueno o malo, pero sonaba a música celestial y no podía evitar abrazar aquel cántico. 

Eran los otros. Los otros me poseían. Los otros me proporcionaban aquella falsa libertad que abanderaba sin pudor, aunque, en el fondo, supiera que no era más que una mentira. 

A ti no te querían. Tú habías descubierto su plan y tenían que expulsarte. Yo no era más que un proyectil que, inevitablemente, se dirigía hacia ti. Fueron los otros los que apretaron el gatillo. Te condenaron y te aprisionaron por siempre en mazmorras que encierran versos libres.

Salí de tu casa sonriente. Apagué todas las luces, para que pareciera que no había nadie o que estabas durmiendo. Pensarían que lo habías hecho tú. 

Me aseguré de que nadie me viese. Sólo era una sombra oscura en mitad de la noche. El arma que los otros me habían proporcionado tenía silenciador. Sin duda, estaban preparados. Me recogerían en esa esquina donde brillaban dos luces rojas y allí les esperé. 

Antes de que la bala rozara mi cabeza, logré vislumbrar que su arma era idéntica a la mía. 




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miércoles, 19 de febrero de 2014

El Ángel

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El suelo de la estancia estaba cubierto por una enorme capa de cristales rotos. La estatua del ángel caído se había convertido en un montón de pequeños trozos desperdigados. Y ella se alzaba allí, en el centro de la nada, con su larga melena oscura azotada por el viento y un cuchillo ensangrentado en su mano derecha.

Blanco su vestido, empapado de gotas carmesí y cuyos bajos bailaban una danza sin fin. No tenía pies y de sus carnosos labios salía, desbocado, un alarido sobrenatural. Su mirada, perdida y de profundas ojeras. Su fina capa de piel dejaba entrever sus venas y sus marcados huesos.

Los claroscuros lo dominaban todo. El artista, anónimo, no había descuidado ni el más mínimo detalle. Era una obra única.

En los márgenes superiores, pequeñas figuras aladas de formas redondeadas querían elevarse, pero eran arrastradas hacia el suelo por unos seres alargados y siniestros que rodeaban a la joven desde la zona inferior del cuadro. Superpuestos, flotaban en el aire traslúcidos pétalos de rosas marchitas.

La herida en el centro de su vientre hacía que la figura de la mujer se doblara y su dolor traspasaba las fronteras de lo infinito.

Cuenta la leyenda que si la miras a los ojos fijamente, su sufrimiento te perseguirá de por vida. Pero, por más que lo intento, su angustia nunca logra superar la mía.




A Eva. (Si tienen razón los que defienden que hay vida después de la vida, estoy segura de que estarás dibujando esta escena, tirando de mucha ironía, por la parte que te toca. Aquí, en la tierra, los demás te echamos mucho de menos).





De orgasmos y pánico

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La luna se alzaba radiante en la alta colina de la oscuridad nocturna y yo no podía dormir, era imposible dejar de mirarla. A lo lejos, se intuían sonidos pasajeros. El canto del búho, el aullido del lobo y el quiquiriqueo de aquel gallo que siempre se despertaba mucho antes que el sol, provocando mis desvelos por momentos.

Había estado nevando y, desde la soledad de mi ventana, observaba aquel blanco espectáculo natural. El olor del invierno era especial, rezumaba nubes congeladas. Pero justo cuando creemos que la armonía nos invade, siempre ocurre algo que rompe la perfección.

Vi pasar su sombra y bajé las escaleras.

No sabía qué era o si era alguien. Todo había sucedido demasiado rápido. Tenía que ser valiente, aunque he de reconocer que me temblaban las piernas, pero la curiosidad me empujaba y me convertí en autómata.

Nunca había visto nada igual. Una pequeña sombra voladora recorriendo el porche de mi casa a la velocidad del rayo. Escalofríos y golpes de calor me sacudían al mismo tiempo, casi rítmicamente.

Abrí la puerta y ahí estaba él. Su sonrisa burlona iluminaba su cara y sus profundos ojos azules me miraban fijamente, como si estuviera tratando de hipnotizarme o de colonizar mis pensamientos. Su cabello era oscuro, a juego con su ropa, y su piel era más pálida que el blanco de mis ojos.

El desconocido quería entrar, pero algo se lo impedía. Era como si una puerta invisible se hubiera instalado en el umbral de mi hogar.

No podía hablar y él deslizó su mano hasta la mía y, mientras la besaba a la antigua usanza, algo me obligó a invitarle a entrar.

Sus colmillos se clavaron en mi yugular y no pude evitar aquel orgasmo de pánico.

Cuando desperté, los rayos del sol aún no habían dado señales de vida. No recordaba por qué, pero todo indicaba que me había levantado a tomar algo caliente en mitad de la noche y me había quedado dormida en la cocina. Últimamente, me había pasado varias veces, igual que aquella punzada en el cuello, seguramente producto del ataque de algún insecto. Subí las escaleras y allí estaba otra vez aquel cuervo, observándome de forma inquietante al otro lado de la ventana. Cerré las cortinas violentamente para no sentir su presencia y me acosté.






martes, 18 de febrero de 2014

El Despertar

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El oscuro fruto de mi deseo por fin veía la luz. Destrozaba mis entrañas con sus garras y su grito ensordecedor me mecía en las tinieblas de la locura. No era para menos querer salir corriendo. Escapar de aquella pesadilla que me venía persiguiendo desde hacía tanto tiempo. 

El camino hacia la puerta era tortuoso y las paredes parecían estrecharse a medida que yo me aproximaba. Me faltaba el oxígeno, mientras mis temblorosas manos arañaban las paredes desgastadas. Una pequeña bombilla intermitente alumbraba mis pasos, era el foco de mi esperanza. Pero el suelo se elevaba como por arte de magia, así que ahora también tenía que escalar esa montaña. 

Pasaban las horas y no pasaba nada. Y, al final, poco o nada parecía ya importar. Habían pasado días y semanas; meses, tal vez, años. Y todo seguía igual. No sabía si no había solución o es que no podía encontrarla. Atrapada en una niebla infinita de terror y confusión, mi vida se consumía como se consumen los cigarros. A fuego lento, dentro de la monotonía del día a día, las ideas se escapaban, arrastradas por el viento. Y dejaba que la lluvia encharcara cualquier tipo de talento que pudiera poseer. 

De repente, desperté. Emocionalmente desgastada, intelectualmente consternada y físicamente deshidratada. Mi invisibilidad era patente. Sólo era un grano de arena en aquel desierto de desolación. La insatisfacción inundaba las calles. Los sueños rotos, las promesas incumplidas, la pólvora mojada*. Saturada de tanta decepción, en algún momento tenía que estallar. Había llegado la hora de dejar de ser normal.

Me levanté con fuerzas renovadas. Y con mi puño golpeé aquellas paredes de piedra, que se hicieron invisibles y, de una patada, la puerta se esfumó. Fue cuando, por fin, descubrí que podía ser libre. 


*Pólvora mojada: Alusión a parte del primer verso de la canción Pólvora, de Leiva. El título del blog es, a su vez, un homenaje a este cantautor, pues muchos de sus versos inspiran mi prosa.