lunes, 24 de febrero de 2014

Flores muertas

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Se balanceaba en su mecedora al compás de las gotas que caían lentamente del grifo del fregadero. Lo demás era silencio y bocanadas de humo, que salían en forma de O a través de su boca. La pipa en una mano y, en la otra, un ejemplar de “El amor en los tiempos del cólera”. Lo había leído tantas veces que podía notar un suave aroma a almendras amargas acariciando su nariz.

No había nadie más en casa. Detrás de él, colgando de la pared, dos antiguallas: el enorme reloj  que había heredado de su abuelo y aquel espejo de cristales desgastados por el tiempo que había adquirido hacía unos días en la Feria Anual de Antigüedades. A ambos lados, dos raídas butacas tapizadas. Al frente, una mesa de centro de madera rojiza y el avivado fuego de la chimenea.

Tras él, surgió de la nada la figura de una mujer. Su reflejo en el espejo era un misterio. Sus ojos, de un marrón oscuro, se tornaban negros, completamente negros. Su melena, algo desgreñada, aparecía recogida de forma uniforme y, en lugar de rubia, era blanca, totalmente blanca. Con la boca abierta, se miraba, ensimismada. Iba y venía, hasta que ya sólo era una imagen tras el cristal. Su pálido rostro había perdido su bella armonía y sus labios teja parecían querer decir algo. Su expresión de horror recordaba “El Grito” de Munch y se mantuvo inerte durante un tiempo, mientras las manos arrugadas del anciano iban pasando las hojas del libro.

Al cabo de un rato, sus facciones comenzaron a moverse. Caminaba hacia atrás, como tratando de tomar impulso, mostrándonos su invisible cuerpo a medida que retrocedía. Primero, sus manos, que golpeaban con fuerza la parte interior del vidrio, de la misma forma que un preso se aferra a los barrotes de su celda a modo de protesta, abanderando sin pudor una inocencia, falsa o verdadera. Después, sus hombros. Uno, tapado; el otro, al descubierto. La tela de su vestido no daba para más. La figura se iba dibujando con sutileza hasta que surgieron, entre la neblina, sus pies desnudos.

Entonces, comenzó a moverse a trompicones. Intentaba avanzar, pero las sacudidas la obligaban a ir despacio, más de lo que quisiera, a juzgar por su lenguaje gestual. Pasó un tiempo hasta que descubrió que todo sería más sencillo si consiguiera ponerse de rodillas, pues las convulsiones no eran tan fuertes  en la parte de abajo. Así, se fue agachando hasta tocar el falso suelo con sus manos. Arrastrándose, logró alcanzar el marco del espejo.

Su cabeza luchaba incansablemente por salir. Su frente se inclinó y golpeó con fuerza la línea invisible que separaba lo real de aquella dimensión. Una vez tenía la cabeza y los brazos fuera, sacar el resto del cuerpo no fue tan difícil. El reloj marcaba las once y cincuenta y nueve y la mujer había recuperado su belleza.

Estaba de pie, detrás de él, inmóvil. Admiraba su manera de engancharse a la lectura. Una vez que empezaba, no podía parar. Al final, le había cogido cariño.

De repente, el libro se cerró y el hombre se levantó. Miró el reloj y decidió que debía acostarse, pero no podía faltar su chupito de aguardiente antes de dormir. Siempre decía que era eso lo que le mantenía aún con vida. Fue a la cocina, llenó su vaso y lo tomó. Como de costumbre, antes de dirigirse a su cuarto, se aseguró de que todas las luces estuvieran debidamente apagadas y las puertas exteriores bien cerradas. Hecho esto, subió las escaleras y se dirigió a su habitación.

Su foto estaba allí, sobre la cómoda. Siempre tan bella, con su clara melena mal peinada y sus profundos ojos oscuros. Jamás podría olvidarla. Tras él, había una puerta entreabierta. Se coló por la ranura. La diminuta estancia era un pequeño anexo, incrustado en un rincón, que había construido con sus propias manos, hacía muchos años. Había un montón de trastos colocados de cualquier manera, pero lo que destacaba era un enorme frigorífico. Allí estaba ella. Su escarchado pelo elegantemente recogido y sus ojos, eternamente brillantes,  siempre abiertos, casi totalmente negros. En su cuello, las marcas de la cuerda con la que la había asfixiado.

Mientras la miraba, seguía preguntándose por qué. ¿Por qué no podía evitarlo?

Las demás chicas, todas rubias y de mirada penetrante, yacían bajo las flores del jardín.






 

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