El sudor caía a borbotones por mi frente. Frené bruscamente y, con las rodillas flexionadas, saqué una botella de agua de la pequeña mochila rosa fucsia que llevaba siempre conmigo. Mientras bebía, mi cuerpo se estiraba. Me limpié la frente con una toalla tamaño mini y proseguí. No hay nada mejor que levantarse a las 6.30 de la mañana de un sábado para correr campo a través por aquel enigmático bosque.
Eran las 7.50 cuando abrí la
puerta y me encerré en el baño de ese pequeño bungaló incrustado en medio de
aquel paraje natural.
Era minúsculo, pero tenía lo
imprescindible. Una cocina que siempre olía a tarta de manzana y chocolate
recién hecho; una acogedora sala de estar con su chimenea, su estantería llena
de libros, un par de butacas desgastadas y, por supuesto, aquella radio vieja e
inservible que, de vez en cuando, emitía algún sonido extraño, como si quisiese
despertar de su largo letargo. Una habitación. Esa habitación. La cómoda, de
cajones que crujían, como quejándose de algo. El armario, que se abría siempre
de noche. La enorme cama, de altas patas y siniestro cabecero, en el cual se
divisaban, en bajo relieve, criaturas de otros mundos: gnomos, duendes, hadas y
elfos de siniestra mirada, que parecían cobrar vida y, con alevosía, me hacían
caer siempre en un profundo sueño cada vez que cantaban y reían.
El baño estaba adosado al cuarto.
Ese día, hundida en la bañera llena de espuma, me dediqué a observar, a través
del ventanuco, la orgullosa luna, que me saludaba, al otro lado. Sonreía. De
repente, el suelo crujió, la manilla se movió y la puerta se abrió ligeramente.
Estaba acostumbrada, pero no pude evitar exaltarme.
A esas alturas, había conseguido
ocultarme, aislarme del mundo. No más interrogatorios maliciosos, ni miradas furtivas
que esbozaran ese extraño almizcle de odio y pena. No más fotógrafos a las
puertas de mi apartamento, ni periodistas empujándome bruscamente a los pies de
los caballos.
Me levanté y el agua caía con furia
por mi piel. Me sequé levemente, me puse el albornoz y me calcé las zapatillas.
Cuando entré en la cocina, todas las puertas del mobiliario se abrieron de
golpe. No le di mucha importancia y continué con el ritual de cada día. Estaba
exhausta, necesitaba recuperar fuerzas con un buen desayuno.
La cafetera, a punto de humear.
Los huevos friéndose en una sartén diferente a la de las salchichas y el
beicon. La mayonesa, esperándome en la nevera, y un trozo de pan del día
anterior que aguardaba ansiosamente el segundo asalto.
Podía oír sus risas, aquellas
carcajadas envolventes que se hacían dueñas de todo. Notaba sus diminutas manos
enredándose en mis piernas. Sentía que su mirada me culpaba. Sabía que jamás me
dejaría y que nunca, por mucho que tratara de fingir ser feliz, podría
deshacerme de sus huellas, de sus sombras.
La mochila rosa fucsia, abierta,
en el suelo y, a su lado, brillante, la puntiaguda piedra. Manchas rojizas en su filo, recuerdos de un
día marcado por la locura transitoria.
Había pasado por allí aquella
mañana, justo donde se hallaba aquel árbol taciturno que tenía tallado su nombre
y que cuyas raíces ahora la acogían. Sus gritos, mis delirios. Las voces que me
arrastraban al infierno. Mis miedos, la denuncia. Una desconsolada madre que
busca sin cesar a su hija. Nadie sabe nada. No hay cuerpo ni crimen. No hay
pruebas, tampoco coartada, sólo preguntas sobre la mesa. Aves carroñeras en
busca de su presa. La huida. El bosque. El bungaló de papá. Su índice acusador,
firme, apuntándome sin piedad.
Aderecé el café con el río desbordante
que salía de mis ojos y dejé el desayuno sin probar sobre la mesa. Acurrucada
en el suelo, me mecía sin cesar.
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