miércoles, 5 de marzo de 2014

Redención

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El sudor caía a borbotones por mi frente. Frené bruscamente y, con las rodillas flexionadas, saqué una botella de agua de la pequeña mochila rosa fucsia que llevaba siempre conmigo. Mientras bebía, mi cuerpo se estiraba. Me limpié la frente con una toalla tamaño mini y proseguí. No hay nada mejor que levantarse a las 6.30 de la mañana de un sábado para correr campo a través por aquel enigmático bosque.

Eran las 7.50 cuando abrí la puerta y me encerré en el baño de ese pequeño bungaló incrustado en medio de aquel paraje natural.

Era minúsculo, pero tenía lo imprescindible. Una cocina que siempre olía a tarta de manzana y chocolate recién hecho; una acogedora sala de estar con su chimenea, su estantería llena de libros, un par de butacas desgastadas y, por supuesto, aquella radio vieja e inservible que, de vez en cuando, emitía algún sonido extraño, como si quisiese despertar de su largo letargo. Una habitación. Esa habitación. La cómoda, de cajones que crujían, como quejándose de algo. El armario, que se abría siempre de noche. La enorme cama, de altas patas y siniestro cabecero, en el cual se divisaban, en bajo relieve, criaturas de otros mundos: gnomos, duendes, hadas y elfos de siniestra mirada, que parecían cobrar vida y, con alevosía, me hacían caer siempre en un profundo sueño cada vez que cantaban y reían.

El baño estaba adosado al cuarto. Ese día, hundida en la bañera llena de espuma, me dediqué a observar, a través del ventanuco, la orgullosa luna, que me saludaba, al otro lado. Sonreía. De repente, el suelo crujió, la manilla se movió y la puerta se abrió ligeramente. Estaba acostumbrada, pero no pude evitar exaltarme.

A esas alturas, había conseguido ocultarme, aislarme del mundo. No más interrogatorios maliciosos, ni miradas furtivas que esbozaran ese extraño almizcle de odio y pena. No más fotógrafos a las puertas de mi apartamento, ni periodistas empujándome bruscamente a los pies de los caballos.

Me levanté y el agua caía con furia por mi piel. Me sequé levemente, me puse el albornoz y me calcé las zapatillas. Cuando entré en la cocina, todas las puertas del mobiliario se abrieron de golpe. No le di mucha importancia y continué con el ritual de cada día. Estaba exhausta, necesitaba recuperar fuerzas con un buen desayuno.

La cafetera, a punto de humear. Los huevos friéndose en una sartén diferente a la de las salchichas y el beicon. La mayonesa, esperándome en la nevera, y un trozo de pan del día anterior que aguardaba ansiosamente el segundo asalto.

Podía oír sus risas, aquellas carcajadas envolventes que se hacían dueñas de todo. Notaba sus diminutas manos enredándose en mis piernas. Sentía que su mirada me culpaba. Sabía que jamás me dejaría y que nunca, por mucho que tratara de fingir ser feliz, podría deshacerme de sus huellas, de sus sombras.

La mochila rosa fucsia, abierta, en el suelo y, a su lado, brillante, la puntiaguda piedra.  Manchas rojizas en su filo, recuerdos de un día marcado por la locura transitoria.

Había pasado por allí aquella mañana, justo donde se hallaba aquel árbol taciturno que tenía tallado su nombre y que cuyas raíces ahora la acogían. Sus gritos, mis delirios. Las voces que me arrastraban al infierno. Mis miedos, la denuncia. Una desconsolada madre que busca sin cesar a su hija. Nadie sabe nada. No hay cuerpo ni crimen. No hay pruebas, tampoco coartada, sólo preguntas sobre la mesa. Aves carroñeras en busca de su presa. La huida. El bosque. El bungaló de papá. Su índice acusador, firme, apuntándome sin piedad.

Aderecé el café con el río desbordante que salía de mis ojos y dejé el desayuno sin probar sobre la mesa. Acurrucada en el suelo, me mecía sin cesar.


  A Sonia y Tego.



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